diumenge, 29 de novembre del 2009

Elisa

Parte I

Elisa llegaba tarde –como siempre- a su cita con Mateo. Pero hoy no era culpa de las noticias de última hora, ni del portero de la oficina, tampoco era culpa del distraído conductor del autobús, ni de los semáforos de la ciudad. Hoy Elisa llegaba tarde porque Lina la había entretenido. Lina era una preciosa chica de ojos oscuros y un largo pelo ondulado a conjunto. En medio, una frente despejada y unas cejas de perfecto grosor. Su nariz era fina y tan pequeña que parecía imposible que por ahí pudiese entrar suficiente oxígeno para respirar. Sin embargo, lo que más le gustaba a Elisa eran sus graciosos y marcados pómulos, acentuados pícaramente con colorete rosa pastel. Por lo que hace a sus labios no eran, ni mucho menos, los labios más bonitos que Elisa había visto. Ni siquiera se había fijado –hasta hacía una semana- en la cicatriz que tenía en el labio inferior.

Hacía dos meses que Lina había cambiado su turno en la radio porque por las mañanas, según dijo, asistía a un curso de producción cinematográfica. Ahora pasaba las tardes sentada delante de la mesa de sonido mientras Elisa tecleaba las noticias locales de más importancia, justo al lado de su cabina.

Esa tarde Lina le había estado hablando de un restaurante del centro de Barcelona, decía que era muy íntimo y acogedor, perfecto para que celebrara allí sus dos años de noviazgo con Mateo. Elisa llevaba toda la semana planeando una cita especial, pero no excesivamente romántica, pues a Mateo nunca le habían gustado esas pantomimas –así es como él llamaba a ese tipo de celebraciones-. Así pues, Elisa siguió el consejo de Lina y llamó al restaurante.
-Hola, buenas. Llamaba para reservar mesa. Para esta noche. Seremos dos. Sobre las diez. Ahá, diez y media, ningún problema. Elisa. Vale, gracias.
Esperó que fueran las siete para llamar a Mateo.
-Hola, mi vida. Tengo una sorpresa para ti. No, no te asustes… ¿Quedamos a las diez en la librería de siempre? Bien, pues nos vemos luego, besos.
Mateo debió notar el casi infantil entusiasmo de Elisa. Ella no era como él, a ella le gustaban esos detalles, le gustaba esforzarse por los demás y sorprender a los que quería. Pero él no, él era –como decía Elisa- mucho más soso. Tenía detalles, pero nunca sorprendían, eran detalles tan previsibles como el pastel en forma de corazón del catorce de febrero, el último CD de Ainara Legardon para su cumpleaños o la rosa del veintitrés de abril –ella siempre había preferido que le regalasen libros-. Pero aún así, Elisa estaba perdidamente enamorada de Mateo, adoraba sus ojos pequeños y sus hoyuelos en las mejillas cuando sonreía. Le encantaban sus grandes manos –siempre frías- y su manera de andar.

El reloj de Elisa marcaba las diez y aún le quedaban tres paradas en metro y cinco minutos andando. Estaba de pie junto a la puerta observando con impaciencia cada movimiento dentro del vagón. Le encantaba curiosear los títulos de los libros que leía la gente, o intentar escuchar la música a un volumen demasiado alto de algún pasajero. Reconoció la lectura de una mujer que tenía en sus manos Ácido sulfúrico de Amélie Nothomb –Elisa odiaba la forma acelerada en que escribía esa popular escritora. Aunque, claro, sólo había leído diez páginas de uno de sus libros-. Enfrente de esa mujer a Elisa le pareció oír a los Beatles pidiéndole ayuda a través del reproductor de un joven con un aspecto muy “pop” y no pudo evitar ponerse a cantar mentalmente ese pegadizo estribillo “Help, I need somebody. Help, not just anybody. Help, you know I need someone, help…”.
Salió del metro de un salto y corrió hacia la librería. En el semáforo inoportunamente rojo le sonó el teléfono. Era Mateo.
-Cielo, lo siento. He salido tarde de la redacción, en cinco minutos estoy allí. Besos, te quiero.
Él también la quería.

Llegó sofocada y con el teléfono aún en la mano. Mateo sonrío al verla, no podía resistirse a la graciosa torpeza de Elisa. Le dio un beso en la frente y esperó a que se calmara.
-Y bien, ¿cuál es la sorpresa?
-¿Me dejas que siga con el suspense? –Elisa sabía que con sus ojos y su voz podía conseguir casi cualquier cosa de Mateo-.
-Está bien… pero venga, date prisa, estoy intrigado.
Elisa recuperó totalmente el aliento durante el paseo hacia el restaurante. Cuando faltaba solo una calle, le pidió a Mateo que cerrase los ojos y le guió hasta la puerta del local.
-¡Et voilà! Hemos llegado. –Dijo ella con los ojos totalmente abiertos y una enorme sonrisa en sus labios-.
-Vaya, ¿una cena?
-¿No te gusta? Si te apetece hacer otra cosa no me importa, cualquier plan me parecerá bien –En realidad Elisa deseaba que Mateo quisiera cambiar de plan, que la sorprendiera con una idea brillante-.
-No, que va. Es un plan perfecto. Es solo que ya pensaba que me ibas a entregar un sobre con un par de billetes de avión para ir a pasar una noche loca en cualquier ciudad extraña –y una vez más esos hoyuelos que tanto gustaban a Elisa se dibujaron en su cara-.


Parte II

El rojo intenso de las paredes hacía resaltar con elegancia el blanco de la decoración. Un camarero les indicó la mesa donde debían sentarse. Mateo se sentó dejando caer todo su peso en la silla. Abrió las piernas, recostó su espalda e inclinó la cabeza hacia arriba a la vez que suspiraba. Cerró los ojos unos segundos, parecía realmente muy cansado. Elisa también estaba agotada, pero lo intentaba disimular con la mirada despierta. Tenía las piernas cruzadas, la espalda recta y observaba, curiosa, la gente de su alrededor. Estaban sentados junto a una ventana y, a su izquierda, Elisa se fijaba en la pareja que había entrado justo antes que ellos. Era una pareja mayor, y parecía que era él quien llevaba el ritmo de la cena. Detrás de Mateo, Elisa podía ver –y oír- a tres chicas jóvenes que hablaban sobre el piso que una de ellas se acababa de comprar. Se las veía emocionadas y Elisa las miraba fijamente sin disimular su curiosidad. Una de ellas se dio cuenta, fue entonces cuando bajaron el volumen de su voz y Elisa dejó de oír lo que decían.
Mientras tanto, Mateo comía aceleradamente y sin degustar los platos. No decía nada, estaba demasiado concentrado comiendo.
-¿Qué tal ha ido el día? –dijo Elisa, buscando conversación-.
-Bueno… hemos tenido mucha gente, así que bien de ingresos, pero estoy reventado.
Mateo acababa de abrir una cafetería con su hermano mayor, Javier. Hacía sólo seis meses que habían empezado y tenían que trabajar mucho para tirar del negocio. Era una suerte que se llevaran tan bien entre ellos, pero eso, a veces, dificultaba las cosas. La semana pasada, por ejemplo, Javier se presentó tres horas tarde en la cafetería. Mateo se puso histérico y estuvo a punto de hacerse atrás con el negocio. Por suerte Mateo siempre había tenido mucha paciencia.
-¿A ti cómo te ha ido todo?
-Bien, muy bien. He estado hablando con Lina, te hablé de ella, ¿recuerdas?
-Sí, estuviste una hora hablando de ella, me acuerdo –y volvió a sonreír-.
-Tienes que conocerla, es fantástica. Fue ella la que me habló de este restaurante… y parece que ha acertado, ¿no?
Mateo asintió con la cabeza mientras se limpiaba con la servilleta roja ya manchada de salsa bovril.
Después de los postres –fresas con chocolate para Elisa y lionesas rellenas de nata para Mateo-, pagaron la cuenta y salieron del restaurante.
Hacía más frío que cuando habían entrado, así que Mateó paso el brazo por el hombro de Elisa.
-¿Dónde tienes el coche? –preguntó ella-.
-Enfrente de la perfumería.
-¿Me harás compañía esta noche?
Elisa había heredado un piso cerca de la Sagrada Familia, era algo viejo pero para vivir sola le bastaba.
-No puedo, esta noche no. Mañana por la mañana tengo que ir a la cafetería muy temprano. –Ella odiaba que los planes no le salieran como había planeado, aunque con Mateo lo sabía disimular muy bien-.
-Bueno… ¿vendrás mañana?
-Ya veremos.
Elisa se despidió con un beso y bajó del coche. Mateo, como siempre, se esperó a que cerrase la puerta del edificio para irse.

dilluns, 23 de novembre del 2009

Lunática

Hoy he visto un avión atravesando la luna.
Nadie se ha percatado de lo feliz que he sido en ese mismo instante, viendo acercarse ese aparato luminoso a la luna inclinada, dejando atrás un caminito de humo que se confundía con el de mi cigarro.

diumenge, 15 de novembre del 2009

dilluns, 2 de novembre del 2009

Isabel quiere un sombrero y una máquina de escribir

Isabel acababa de licenciarse en periodismo. Ella sabía, desde el primer día que pisó la universidad, que no estaba hecha para este oficio. Isabel no tenía esos “dotes comunicativos” de los que tanto le habían hablado; no era capaz de escribir noticias porque no podía dejar a un lado su romanticismo para escribir frases sencillas y directas, sin una pizca de poesía; odiaba profundamente escuchar su voz y, por supuesto, le aterrorizaba verse dentro de una caja negra presentando el telediario.
Pero, a pesar de todo eso, le gustaba el periodismo. Le gustaba esa idea que había formado en su cabeza del periodista con gabardina y tirantes, más cercano al detective que al informador. Le encantaba imaginar esas antiguas imprentas con el ruido de las máquinas de escribir, impregnadas por el humo de los puros y el nerviosismo previo a la publicación. Y ella quería acercarse a aquello, aunque fuese a través de la imaginación.
Porque lo que en realidad deseaba era escribir en el ambiente de los periodistas con tirantes y corbatas aflojadas, sin aire acondicionado ni calefacción.
Isabel sólo quería un sombrero y una máquina de escribir.