Abrí los ojos. Debía de ser muy tarde y yo no quería salir de la cama. No tenía sueño, ni mucho menos, pero aquel día no me apetecía enfrentarme al mundo. Buenos días. Me quedé tumbada en la cama, de lado, mirando hacia la pared mal pintada y desconchada que me recordaba en cada noche que el tiempo, como todo, también pasa, y se agrieta, y se despedaza. Mi cuerpo permanecía casi inmóvil, relajado, mi respiración era lenta y mis labios conscientes de cada bocanada de aire -recalentado por lo cerrado de la habitación-. Mis ojos estaban abiertos, aunque a ratos los cerraba sumiéndolos en una total oscuridad como para mirarme hacia dentro, y luego los abría de nuevo y volvía a la misma pared de siempre. Sentía que el tiempo pasaba por detrás de mí, que me rozaba la espalda suavemente y que hoy, por primera vez, permitía que yo permaneciera ajena a él. Pero el tiempo nunca para y yo lo sabía. Aunque había quitado todos los relojes de la habitación para no oír aquel frenético y estremecedor tic-tac, notaba los segundos clavándose en mi nuca. Pero hoy no quería existir. Me pregunté si estaba triste y dejé pasar unos segundos –unos minutos, tal vez. No hay prisa- antes de ponerme a pensar cómo me sentía. Me daba pereza analizarme, me daba miedo preguntarme el por qué de esa desidia que hoy se había pegado a mis pies. No. No estaba triste. O sí. Quién sabe, qué importa. Quizás no era que yo no quisiera ver al mundo, quizás era el mundo el que no me quería ver a mí. Intenté mantener mi cabeza relajada, la película de mi vida en pausa y mi cerebro atado para no recordar, preguntar ni prever nada. Pero eso no era posible cuando alcanzaba tal grado de conciencia, y mi mente empezó a maquinar. Me dibujó todo aquello que pudo haber sido y nunca fue porque al mundo entero le faltaba la ilusión por vivir. Y porque, después de tanto tiempo, ese gran mecanismo de ruido y velocidad me había quitado a mí también esas ganas que todo niño tiene al nacer. Tal vez hoy me sentía más sola que nunca, quizás hoy no habría abrazo capaz de despojarme de ese dolor tan profundo e irremediable. Y ni siquiera podía llorar. Odiaba la sensación de vacío que se creaba dentro de mí cuando la tristeza era tan y tan grande que no alcanzaba a derramar ni una sola lágrima, porque incluso mi subconsciente sabía que el llorar me aliviaría y hoy el tiempo no lo quería permitir.
Cerré los ojos para volverme a dormir porque, aunque seguía sin tener sueño y el sol hacía horas que había empezado a latir, necesitaba relajar de nuevo cada músculo de mi cuerpo y desconectar mis pensamientos para poder enfrentarme a aquel día que, inexplicablemente, se había vuelto tan difícil. Aunque sabía, en mi fuero más interno, que no tenía más rival que yo misma, que aquel día no era distinto al resto, que aquel reloj no gritaba más que ayer y que esa pared no era más fría de lo que había sido hasta ahora. En realidad ese día sólo era distinto porque yo lo había decidido así, porque había dejado de ignorar a mis pensamientos, porque hoy, irremediablemente, me había dado cuenta de lo frágil que era todo. Y la recordé a ella y me encogí y cubrí mi cuerpo entero y me sentí como aquella niña indefensa que una vez se sintió tan sola que quiso morir. Y, por fin, sin sospecharlo, rompí a llorar. Mordí la almohada como cuando tenía dieciséis años y quería gritar hasta romper mis cuerdas vocales y al fin, después de unos largos minutos, caí agotada. Cerré los ojos empapados de dolor y me supliqué a mi misma dormir unas horas más.
Poco a poco los sollozos se hicieron cada vez más pequeños, la respiración recuperó su ritmo natural y noté como mi garganta se iba abriendo para dejar paso, otra vez, a ese aire caliente y pesado. Buenos días.