Capítulo I
Cuando me desperté vi el morro húmedo y sediento de Damm, mi mejor amigo, dicen. Conseguí despegar mi cabeza de la almohada y busqué el mando de la televisión entre las sábanas. Tenía una, bueno, tenía muchas malas costumbres, y una de ellas era dormirme mientras un hombre inglés intentaba venderme –en castellano- un cuchillo que lo corta todo, un aparato que te quita grasa de cualquier parte del cuerpo, o un colchón súper bueno para la espalda con un montón de cosas de regalo.
Al fin pude divisar el mando de la tele, entre la mancha de café y la de mantequilla, apagué la tele y bajé los pies de la cama. Busqué desesperadamente mis dos zapatillas. Encontré una, la del pie derecho. Para encontrar la otra me vi obligado a bucear entre los ácaros de debajo de mi cama. Entretanto, Damm procuraba que no se me congelara el pie izquierdo a base de lametazos.
Ya con mis dos zapatillas, me puse la bata de asilo que tenía colgada detrás de la puerta y, como cada mañana, fui directo al cuarto de baño. Pasé por delante del espejo sin mirar, ¿quién tiene el valor para mirarse la cara cuando acaba de levantarse? desde luego, ése no era yo. Así que fui directamente hacia el váter.
Después de pasarme unos treinta segundos intentando inútilmente sentarme sin que la helada taza del váter entrara en contacto con mi piel, hice un gran acto de valor y me senté.
Adoraba los sábados. Esos días festivos en los que duermes y duermes hasta que ya no puedes más, los días en los que comes en el sofá a las cinco de la tarde mientras ves en la televisión una película de secuestros y asesinatos.
Cuando salí del baño recordé que Tomás me había pedido que lo llevara en coche a hacer la compra. Qué palo. Aún era pronto, el reloj de la cocina marcaba las once y cuarto.
Entrar en la cocina me deprimía. Parecía que, un día u otro, toda esa montaña de platos iba a cobrar vida y vendría a por mí. La nevera estaba totalmente vacía, había un tarro de mantequilla, dos tomates, un yogur caducado y un plato de garbanzos que no me iba a comer nunca, así que decidí bajar al súper a por leche. Me vestí con ropa de sábado por la mañana -pantalón de chándal azul marino con gomas en los tobillos y jersey de lana color beige con estampado navideño y repleto de bolitas-, cogí las llaves y... mierda. No cogí las llaves.